"Mi historia de como inicie trabajando para el Cártel de Sinaloa": Mujeres en el narcotráfico
Son pocas las mujeres que tienen agallas o que dominan las armas y sirven de escolta, de cien una. Para un narcotraficante tener a su lado a una mujer hermosa es un trofeo.
La enferma próstata de su padre y los huevos de su primer novio la trajeron a la vida mafiosa. "Nomás quiero que sepa que las esposas se las colocamos por seguridad de usted, ¿se las retiro?", me pregunta la oficial carcelaria cuando entra a la sala donde aguardo para iniciar la entrevista con Mónica, a quien inmovilizada con grilletes de acero, conduce como si se tratara de Hannibal Lecter, aunque vestido con pants gris, camiseta blanca y calzado de porrista del mismo color.
"Sí, quítele las esposas, por favor", le contesto a la oficial.
El incesante y halógeno parpadeo de la luz de esta habitación anuncia mi teletransportación a un iluminado y níveo campo agrícola de algodón. Dentro de mi cabeza un carrusel de diapositivas proyecta fotografías típicas de los ecosistemas desérticos, una de ellas es un recuerdo: en los albores del siglo XX, en la capital bajacaliforniana, se encadenaba a un sólido árbol de mezquite a quienes violaban, mataban o se robaban una vaca. El castigo corporal hasta la fecha no ha sufrido notorias modificaciones. "Ahí están dos sillas y una mesa que puede utilizar; me saldré para que pueda entrevistar", me avisa la custodia mirándome detrás de unos acartonados anteojos de armazón negro. Luego da un trago a una bebida de toronja que obtuvo de una máquina de refrescos y se marcha bamboleando un puñado de llaves de cobre. Volverá a este congelador cuando las dos reses, que para ella somos, estén heladas.
En la silla desde donde está Mónica a punto de contarme cómo se inició en el cártel de Sinaloa, cuatro años atrás estuvo Sara Aldrete, sacerdotisa de la secta Los Narcosatánicos. La capturaron a finales de los años ochenta en Matamoros, Tamaulipas y la culpan del asesinato y mutilación de una docena de infelices durante rituales de Palo Mayombe. Le cuento esto a Mónica para romper el hielo; como respuesta me mira con la indiferencia de una caja de zapatos vacía, y me dice que desconocías el dato. A continuación reproduzco lo que me contó Mónica.
La situación de Mónica
Te voy a contar como me metí en esto de la delincuencia. Empecé como casi todas: por un hombre. Por pláticas que he tenido con otras internas he formado tres grupos: las que se involucraron en la delincuencia por amor; las que en un antro conocieron a un tipo que las forró de lujos y codicia; y las que eran de la vida galante, hasta que un narco les puso una tienda para que desde ahí antenearan (espiar y reportar a la Empresa los operativos militares y la presencia de miembros de cárteles contrarios en las calles). Son pocas las mujeres que tienen agallas o que dominan las armas y sirven de escolta, de cien una.
"Sí, quítele las esposas, por favor", le contesto a la oficial.
El incesante y halógeno parpadeo de la luz de esta habitación anuncia mi teletransportación a un iluminado y níveo campo agrícola de algodón. Dentro de mi cabeza un carrusel de diapositivas proyecta fotografías típicas de los ecosistemas desérticos, una de ellas es un recuerdo: en los albores del siglo XX, en la capital bajacaliforniana, se encadenaba a un sólido árbol de mezquite a quienes violaban, mataban o se robaban una vaca. El castigo corporal hasta la fecha no ha sufrido notorias modificaciones. "Ahí están dos sillas y una mesa que puede utilizar; me saldré para que pueda entrevistar", me avisa la custodia mirándome detrás de unos acartonados anteojos de armazón negro. Luego da un trago a una bebida de toronja que obtuvo de una máquina de refrescos y se marcha bamboleando un puñado de llaves de cobre. Volverá a este congelador cuando las dos reses, que para ella somos, estén heladas.
En la silla desde donde está Mónica a punto de contarme cómo se inició en el cártel de Sinaloa, cuatro años atrás estuvo Sara Aldrete, sacerdotisa de la secta Los Narcosatánicos. La capturaron a finales de los años ochenta en Matamoros, Tamaulipas y la culpan del asesinato y mutilación de una docena de infelices durante rituales de Palo Mayombe. Le cuento esto a Mónica para romper el hielo; como respuesta me mira con la indiferencia de una caja de zapatos vacía, y me dice que desconocías el dato. A continuación reproduzco lo que me contó Mónica.
La situación de Mónica
Te voy a contar como me metí en esto de la delincuencia. Empecé como casi todas: por un hombre. Por pláticas que he tenido con otras internas he formado tres grupos: las que se involucraron en la delincuencia por amor; las que en un antro conocieron a un tipo que las forró de lujos y codicia; y las que eran de la vida galante, hasta que un narco les puso una tienda para que desde ahí antenearan (espiar y reportar a la Empresa los operativos militares y la presencia de miembros de cárteles contrarios en las calles). Son pocas las mujeres que tienen agallas o que dominan las armas y sirven de escolta, de cien una.
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Para un narcotraficante tener a su lado a una mujer hermosa es un trofeo. A mis diecisiete años lo fui de un narco. Como puedes ver soy alta, güera de rancho con ojos aceitunados. Nací en un pueblo de Nayarit que está pegadito a Sinaloa, pero no puedes decir exactamente de dónde. Ahí nació el mariachi, aunque nomás escuchamos banda sinaloense.
"Pe", digamos que así le apodaban al narco del que fui trofeo. Todo inició en una noche de gala; yo usaba zapatillas altas y falda corta. El cabello así como ahora, largo, lacio. Era muy coqueta y él muy terco. Desde que me vio le llamé la atención. Me sacó a bailar y le dije que no. Los graduados vestían traje y él ropa sport Versage. Se notaba que no era de ahí, aparte era más grande de edad que nosotros. Paso frente a él y me jala del brazo. Por supervivencia trato de zafarme. Volteo y le pregunto: "¿tú quién eres?, tranquilízate, vamos a hablar". El me contestó: "Está bien, te voy a dejar en paz, pero dame tu teléfono, no soy una persona confiable. Sé que tú estudias, sé a qué se dedican tus papás, sé dónde vives". Me quedé impactada, me dio pelos y señales de mi familia. Por miedo le di mi número de celular.
"Pe", digamos que así le apodaban al narco del que fui trofeo. Todo inició en una noche de gala; yo usaba zapatillas altas y falda corta. El cabello así como ahora, largo, lacio. Era muy coqueta y él muy terco. Desde que me vio le llamé la atención. Me sacó a bailar y le dije que no. Los graduados vestían traje y él ropa sport Versage. Se notaba que no era de ahí, aparte era más grande de edad que nosotros. Paso frente a él y me jala del brazo. Por supervivencia trato de zafarme. Volteo y le pregunto: "¿tú quién eres?, tranquilízate, vamos a hablar". El me contestó: "Está bien, te voy a dejar en paz, pero dame tu teléfono, no soy una persona confiable. Sé que tú estudias, sé a qué se dedican tus papás, sé dónde vives". Me quedé impactada, me dio pelos y señales de mi familia. Por miedo le di mi número de celular.
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Me terminó conquistando. Era muy atento y caballeroso: flores, regalos, paseos. Lo traté solamente ocho meses; lo mataron. Le tendieron una trampa en una reunión a la que yo lo acompañaría. No asistí porque tuve consulta con el ginecólogo y me terminé quedando en un cuarto de hotel custodiada por sus gorilas. Cuatro horas después de que se había marchado, fueron a darme la noticia de su muerte.
Lo mataron en un rancho en Xalisco, Nayarit. Acudió con cuatro de sus escoltas. Las fiestas siempre se hacen en lugares a las afueras de los pueblos, donde hay brecha para poder huir fácilmente. Pe llega a la reunión saludando de mano y abrazo. Uno de los que saluda le da un balazo en el estómago y lo remata en el piso. Los escoltas no pudieron hacer nada, los tenían encañonados; después también los mataron. Ya muertos a Pe y sus escoltas los trepan a una camioneta que estacionan a la orilla de la carretera y les prenden fuego. Cuando lo vi estaba irreconocible: era como una montaña de carbón humeante. En ese momento, Pe era jefe de una de las plazas de Nayarit, por el cártel de Sinaloa. Nomás quince minutos pude estar junto a lo que suponía era su cuerpo, porque comenzó a llover gobierno. Por la vida de Pe había un precio muy alto. Cuando lo asesinan comienzan muchas traiciones, como la de Alfredo Beltrán Leyva, El Mochomo.
Dice el corrido que el contrabando y la traición son cosas incompartidas, pero esas son puras putas mentiras. Las traiciones sí existen y son por avaricia. Digamos que estoy trabajando para Sinaloa y llega uno de los Zetas y me dice: te voy a patrocinar bien, pero tú tienes que ayudarme a ganar terreno. Ahora sí que la conquista de América. En ese caso tengo que empezar a planear cómo convencer a la gente para que se cambie de grupo.
Después del crimen, los trabajadores de Pe me dieron dinero para que me regresara a la casa de mis papás; pero ya había quedado señalada y ubicada. Su hermano me ofreció acomodarme en algo, pero yo dije que no. Prefería seguir en la preparatoria, ser la tranquila de antes; pero a partir de esos hechos comencé a conocer pura gente mafiosa. A los narcos les gustan las fiestas de las prepas; los bares, los téibols ¡ya chole!, buscan algo más inocente. Los que eran de ese ambiente y me llegaron a conquistar no eran sádicos, ni violentos: íbamos al parque, a los columpios, a comer un helado.
Me gusta levantar avionetas. Tengo veinticuatro años y tres encarcelada, la mitad de mi condena. No sé pilotear, pero me gusta andar de copilota. La primera vez que aterrizó una avioneta en una pista allá en mi pueblo, me emocioné mucho; era una niña. Le rogué a mi papá que me pagara unas clases para aprender a pilotear. Siempre hemos sido humildes. Mis papás se dedican a la agricultura y nunca les alcanzó para pagarme unas clases. Cuando en familia veíamos noticias de narcos que atrapaban, yo pensaba en voz alta: son unos tontos, los agarraron por ostentosos, parece que le decían a los guachos, vengan a mí. Mi pobre papá nomás se agarraba la cabeza como preocupado, mientras mi mamá decía que yo era una niña con la mente muy desarrollada. Tenía miedo de que me fueran a envolver los malandrines...
Lo mataron en un rancho en Xalisco, Nayarit. Acudió con cuatro de sus escoltas. Las fiestas siempre se hacen en lugares a las afueras de los pueblos, donde hay brecha para poder huir fácilmente. Pe llega a la reunión saludando de mano y abrazo. Uno de los que saluda le da un balazo en el estómago y lo remata en el piso. Los escoltas no pudieron hacer nada, los tenían encañonados; después también los mataron. Ya muertos a Pe y sus escoltas los trepan a una camioneta que estacionan a la orilla de la carretera y les prenden fuego. Cuando lo vi estaba irreconocible: era como una montaña de carbón humeante. En ese momento, Pe era jefe de una de las plazas de Nayarit, por el cártel de Sinaloa. Nomás quince minutos pude estar junto a lo que suponía era su cuerpo, porque comenzó a llover gobierno. Por la vida de Pe había un precio muy alto. Cuando lo asesinan comienzan muchas traiciones, como la de Alfredo Beltrán Leyva, El Mochomo.
Dice el corrido que el contrabando y la traición son cosas incompartidas, pero esas son puras putas mentiras. Las traiciones sí existen y son por avaricia. Digamos que estoy trabajando para Sinaloa y llega uno de los Zetas y me dice: te voy a patrocinar bien, pero tú tienes que ayudarme a ganar terreno. Ahora sí que la conquista de América. En ese caso tengo que empezar a planear cómo convencer a la gente para que se cambie de grupo.
Después del crimen, los trabajadores de Pe me dieron dinero para que me regresara a la casa de mis papás; pero ya había quedado señalada y ubicada. Su hermano me ofreció acomodarme en algo, pero yo dije que no. Prefería seguir en la preparatoria, ser la tranquila de antes; pero a partir de esos hechos comencé a conocer pura gente mafiosa. A los narcos les gustan las fiestas de las prepas; los bares, los téibols ¡ya chole!, buscan algo más inocente. Los que eran de ese ambiente y me llegaron a conquistar no eran sádicos, ni violentos: íbamos al parque, a los columpios, a comer un helado.
Me gusta levantar avionetas. Tengo veinticuatro años y tres encarcelada, la mitad de mi condena. No sé pilotear, pero me gusta andar de copilota. La primera vez que aterrizó una avioneta en una pista allá en mi pueblo, me emocioné mucho; era una niña. Le rogué a mi papá que me pagara unas clases para aprender a pilotear. Siempre hemos sido humildes. Mis papás se dedican a la agricultura y nunca les alcanzó para pagarme unas clases. Cuando en familia veíamos noticias de narcos que atrapaban, yo pensaba en voz alta: son unos tontos, los agarraron por ostentosos, parece que le decían a los guachos, vengan a mí. Mi pobre papá nomás se agarraba la cabeza como preocupado, mientras mi mamá decía que yo era una niña con la mente muy desarrollada. Tenía miedo de que me fueran a envolver los malandrines...
Por narco violencia
"Mi historia de como inicie trabajando para el Cártel de Sinaloa": Mujeres en el narcotráfico
Reviewed by DETODO365
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12:42:00 AM
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